Un incendio es una catástrofe para el ser humano, pero para el bosque es solo un accidente. Para las masas forestales con millones de años de vida, los 50 años que puede tardar en regenerarse un monte quemado equivalen a una tarde de domingo. En la inmensa perdurabilidad del bosque, un fuego no deja ninguna huella; en la fragilidad del ser humano, superar un fuego, o sea, recuperar todos los beneficios que regala el bosque cuestan una vida, una única vida. Sin embargo, es el ser humano quien quema, devasta y asfixia el bosque. El fiscal de Medioambiente Antonio Vercher, dice que el delito medioambietal es un suicidio. Nada más cierto.
El bosque no se quema, es el ser humano quien se carboniza cada vez que, infernalmente, arden las masas forestales cada verano. Por tanto, quemar el bosque por acción, omisión o directamente negligencia, es un suicidio. Lo clamaba hace unos días desde la vasta experiencia el recién jubilado Fiscal de Medioambiente, Antonio Vercher: “el delito medioambiental es una forma de suicidio”. Es verdad.
Un incendio es un incendio y no cabe discusión, pero si es una indiscutible catástrofe para el ser humano, para el bosque es solamente un accidente. Ni siquiera eso: si lo miramos con perspectiva, podríamos incluso decir que es un incidente. Y ahondado más en la paradoja, nos atreveríamos a decir, que a veces, cuando ocurren con lapsos razonables, los incendios al bosque le vienen de perlas: limpian la broza muerta y el monte rebrota con alegría exultante.
Leemos titulares acerca del periodo que tardará el bosque de las Médulas leonesas en regenerarse tras los incendios de este verano, y vemos que, con más entusiasmo que precisión, unos apuestan por 20 años, otros por 30, lo más prudentes por 60. Y nos preguntamos qué significa este intervalo de tiempo en la vida de la antigua mina romana. ¿Un día? ¿Un mes, si somos generosos? Veamos: las Médulas surgen en el Mioceno, o sea, hace entre 5 y 23 millones de años. Supongamos una media de 15 millones de años y observaremos que, en esa escala, 50 años equivalen más o menos a una tarde de domingo, esas que se despiden del día con arrebolados ponientes. O sea, para las Médulas que sus castaños, sus robles o sus encinas, hayan ardido este verano, dejarán en su perdurabilidad una huella del tamaño de la picadura de un mosquito en el lomo de un rinoceronte. La fuerza de la naturaleza debería medirse en Newtons por la energía que emite. La capacidad de regeneración de un bosque es brutal: tarda menos en ponerse verde tras un incendio que lo que tarda en pitar el coche de atrás cuando quien se pone verde es el semáforo. El incendio no es un grave problema para el bosque.
Sin embargo, en la existencia del ser humano estos lapsos de tiempo son toda una vida. Como ocurre con el glorioso plato de huevos fritos con bacón, en el que no se implica en la misma medida el cerdo que la gallina, en los incendios, por extraño que parezca, se implica mucho más el hombre que el bosque. Es un problema de dimensiones que se cierra en el ya manido aserto: en los tiempos de la naturaleza el ser humano es bastante insignificante.
FUEGOS ARTIFICIALES
Tampoco es que el bosque reciba la hoguera como si fueran los fuegos artificiales que inauguran las fiestas patronales. Hay mucha vida que se pierde en un incendio: especies vegetales y animales que quizás no resurjan ya de las cenizas, pero son, digamos, efectos calculados, o sea, incursos en el mecanismo natural y evolutivo del bosque. Cuando, para desgracia del bosque, apareció en la tierra el ser humano, los incendios se aceleraron, se multiplicaron, se intensificaron, pero ya existían. El anterior siniestro de la Sierra de la Culebra, en Zamora, surgió de una tormenta seca, fenómeno tan natural como peligroso para un bosque. Sin embargo, más del 90 por ciento de los incendios son generados voluntaria, involuntaria o negligentemente por el ser humano. He ahí el suicidio, porque un bosque es el epítome de vivir. La tierra proyecta en la humanidad su particular cáncer de pulmón cuando el bosque se quema.
BENEFICIOS
La profesora de Ecología de la Universidad de Alcalá de Henares, Pilar Castro ha destacado las bondades del bosque: da beneficios económicos, da leña, da madera para construir herramientas, da forrajes para el ganado, da frutos, da setas, protege de la erosión, secuestra carbono, aloja a infinidad de especias animales y vegetales, ofrece espacios de recreo, climas frescos, paisajes, patrimonios culturales, da calidad de aire y de agua, purifica el agua que llega limpia a los ríos.
El suplemento económico del diario El País fijaba en 28,5 millones de hectáreas el espacio forestal español, 18 millones de las cuales son arboladas y constituyen la tercera superficie por dimensión de Europa tras Suecia y Finlandia. Cifra este medio la producción del bosque en España en una franja situada entre el 0,7 y el 1,7 por ciento del PIB; calcula en cerca de 1.000 millones de euros anuales el valor de la producción de madera y considera destacables también producciones de corcho: 90.000 toneladas anuales con una valoración de entre 300 y 350 millones de euros; de trufa, que puede facturar entre 50 y 70 millones de euros anuales y de castaña que puede dispararse hasta los 80 millones.
Sin embargo, lo que más nos abate el ánimo es el efecto que puede tener sobre el bosque, la inexorable gangrena que sufre el medio rural español. COAG hablaba hace unos días con Asier Saiz, decano del Colegio de Ingenieros de Montes de la región quien describía con precisión y pena la casi absoluta desaparición de las labores del campesinado tradicional que ejercían hace unos años las mujeres y los hombres del medio rural. Esas labores pacientes, artesanas y pequeñas suponían un enorme parapeto contra las llamas. Hablaba Saiz de la desaparición de la ganadería extensiva, pero también de la pérdida de los aprovechamientos tradicionales como la extracción de leña, la resinación, el carboneo, por supuesto, la apicultura que mantenían controlado el sotobosque. Con estas labores plenamente activas, si había conatos de incendios se apagaban al instante: había una respuesta rápida por parte de la población rural.
Existía una interfaz forestal que separaba diáfanamente el bosque de los pueblos. Ahí estaba la era, los viñedos, los arroyos, las gallinas en libertad, los frutales, todo esto protegía y separaba al pueblo del bosque. Este año han ardido los pueblos. El bosque ahora llega hasta las casas. El abandono del medio rural ha fulminado esa área preventiva. Nuestras casas han ardido por nuestra desidia: el fuego se nos mete en el salón y no nos enteramos porque estamos viendo la tele.
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